Sonaba el molesto y escandaloso timbre anunciando un momento feliz para todos: el recreo. Con la venia del maestro de grado salíamos todos decididamente hacia la planta baja.
Las gradas se sacudían y a momentos parecía que no soportarían a la alegre multitud que a toda prisa y saltando, luchaban por abrirse paso y llegar primero. El metal y la madera de los escalones tronaban y temblaban, pero seguían en el mismo lugar resistiendo a generaciones y generaciones de chicos que los sometían a tan dura prueba en cada recreo y en cada hora de salida.
Yo esperaba.
Esperaba a que hubiese un poco de paz para bajar. Toparme con los otros no resultaba una propuesta agradable, por más que ansiaba el recreo igual que todos.
Despacio bajaba con mi lonchera de metal, amarilla y con dibujos que representaban un autobús escolar. Aún la recuerdo, a pesar de todos los años que han pasado, lo cierto es que recuerdo tantas cosas y con precisión, como que si hubiesen sido ayer, con muchas imágenes y las voces de otros.
No corría al espacio de concreto que servía de cancha de futbol. En realidad caminaba en la dirección contraria hacia un lugar de iluminación tenue en la que me encontraba con otros dos compañeros.
Uno de ellos, repitente y cuando fuimos compañeros en primero de primaria el ya llevaba dos años en el mismo grado. Llevaba para merendar unos inmensos sandwiches de jamón que miraba de reojo para no dar evidencia que me habría gustado darles, al menos, una mordida, pero me conformaba con el olor que desprendían. Me fui del colegio en quinto de primaria, mi amigo había avanzado a segundo para ese entonces, luego de ello nunca más nos volvimos a ver.
El otro era alto y delgado, con lentes gruesísimos que a momentos hacían ver sus ojos inmensos y luego pequeñísimos, dependiendo del ángulo desde el que se mirasen. Este chico era evidentemente mayor que todos, también repitente de primero de primaria. Hablaba poco. Rondaba los doce años y yo estaba pronto a cumplir los seis, pero la diferencia de edad no fue impedimento para la amistad.
Los tres nos reuníamos en el mismo lugar. El silencio era nuestro tácito acuerdo y nos empeñábamos en resguardarlo y cuidarlo, ninguno más era admitido a ese grupo de chicos de clausura, aunque en realidad nunca hubo quien se interesase en unirse. Uno en cada una de las firmes bancas de madera, siempre en el mismo lugar, guardando distancias que en realidad nos acercaban, sin invadir el espacio del otro y en ese respeto tan profundo alcanzábamos la armonía, nos hacíamos compañía.
Terminada mi merienda, guardaba las cosas como podía. Mis cuadernos eran muy ordenados, pero solo eso; la lonchera y la mochila eran un caos que mi madre se esforzaba en resolver todos los días.
Cogía mis cosas y me marchaba hacia mi sitio favorito, el lugar deseado en donde muchas cosas ocurrían. En un pasillo solitario había una puerta de madera muy sólida y una antepuerta abatible de madera y vidrio esmerilado de color verde pálido y amarillo, también de madera y vidrio, estas permitían ingresar a la casa del párroco que era a la vez director del colegio. Entre la puerta abatible y la robusta puerta de madera estaba mi lugar, un espacio que solamente me permitía estar de pie en compañía de mi mismo y de mi silencio.
La puerta y la entrepuerta brindaban la oportunidad del encuentro con mi imaginación sin límite, a la vez que se liberaban toda la carga de sensaciones y percepciones acumuladas en los tres primeros períodos de clases. Era mi terapia sensorial. Silencio reparador, silencio sanador de las dos puertas.
De pronto sonaba el timbre nuevamente. Un sonido extraño, de timbre viejo, parecía más un ronrón a todo volumen. Esta vez si me apresuraba a las gradas para subir antes que todos y evitar el tumulto de los mismos batallones que un tiempo antes se habían apresurado a bajar en un ruidoso enjambre de escolares. Y a esperar la hora de salida.
Fui compañero de todos, un buen compañero. Amigo de ninguno, más que de los otros dos con quienes compartía el voto de silencio. Han pasado muchos años y sigo recordando, con precisión, como que si hubiese sido hace un momento.
Viví esto y muchas otras cosas, sin saber de qué se trataba, mis dos amigos necesitaban ese momentito de silencio, igual que yo, pero ellos eran, evidentemente, mucho más eficaces en lo social, por mucho. No fue una mala experiencia, tampoco sé si fue buena, pero fue una experiencia de vida.
Claro, la historia siguió, hay muchas cosas para contar…

Me encantó el relato. Gracias
Gracias por leerlo Carmen.
Yo recuerdo que tendría unos nueve años cuando mi mamá me inscribió en una clase de ballet, apenas ella me dejaba en la entrada y yo escapaba a la maravillosa biblioteca infantil en donde me perdía lo que duraba la clase. No ubico el momento en que se dieron cuenta y deje de asistir a esa clase, pero los momentos de la biblioteca fueron mágicos.
Gracias por compartirnos. Imagino todos los aprendizajes en esa biblioteca.
Muy bién Carlos; a ver cuando una de sexto primaria…
¡Felicitaciones!
Gracias por leerlo.