Según se cuenta Seleuco I Nicátor, uno de los generales de Alejandro Magno, tenía una devoción muy grande hacia Apolo. Esto lo conocemos por tres oráculos que han sido recogidos por diversos autores de la edad antigua y muy bien explicado por José Manuel Aldea Celada en su escrito “Apolo y los seléucidas o la construcción de una identidad dinástica”. Seleuco atribuyó a Apolo sus triunfos militares, que le permitieron recuperar Siria y posteriormente recuperar Babilonia y así volver a los dominios que tenía al morir Alejandro, extensos dominios que le fueron arrebatados militarmente.
A orillas del Tigris, Seleuco I Nicátor funda una hermosa ciudad a la que puso su nombre: Seleucia (Seleucia del Tigris). Imponente, amurallada y muy helenista. No fue capital del reino de Seleuco por mucho tiempo porque luego este traslado su sede a Antioquía, ciudad del Mediterráneo que permitía un mejor control del territorio y la comunicación con sus vecinos. Otras ciudades recibieron el nombre de Seleucia y por ello se completa el nombre indicando su localización: “del Tigris”.
En Seleucia del Tigris, Seleuco I Nícator honró a Apolo construyendo un magnífico templo. Ese templo, lugar sagrado, restringido a algunos pocos privilegiados, se constituyó en el punto cero, en el lugar en el que el caso uno fue infectado por la Peste Antonina.
El Templo de Apolo de Celeucia del Tigris se convirtió en el lugar del primer contagio de esta peste que asoló el mundo del Imperio Romano. También han mencionado a Egipto como foco inicial y a los barcos mercantes que partían cargados de granos desde Alejandría, como los difusores de esta terrible y mortal enfermedad. También se cree que la peste llegó a Celeucia del Tigris procedentes del oriente, en concreto del Imperio Chino.
El ejército romano dirigido por Cayo Ovidio Casio rodeó Celeucia del Tigris y logró tomarla. El militar romano ordenó destruir la ciudad para así arrancar a los Partos de ese territorio de una manera definitiva, ellos la habían convertido en su capital occidental hacia el año 141 a.C. A pesar de estar bajo el dominio de otro imperio, la ciudad no había perdido su aire helénico, pero esta vez llegaba para ella la destrucción y la fecha son pocos los vestigios que quedan de lo que fue una magnífica ciudad.
Vencidas las murallas, las tropas romanas penetraron la ciudad. Un soldado romano, se cuenta, subió apresurado la escalinata del templo de Apolo y se encontró a los pies de la estatua de este dios un cofre. Habrá pensando que el cofre guardaba magníficos tesoros y lo abrió, sin dudar. ¡Terrible error pero no pudo contenerse! No hubo ningún tesoro, del cofre salió un hedor, un vapor que se metió en su cuerpo y en el de muchos más.
¿Sería ese templo de Apolo el equivalente de un laboratorio actual de virología del que un vapor (virus) escapó inundando el mundo?
Arrancó así una historia desoladora, en la misma Roma los muertos llegaron a ser más de dos mil diarios durante un buen tiempo. La peste Antonina no reconocía clases sociales, razas, procedencias, religión, todos estaban igualmente en riesgo si respiraban los vapores que llevaban el germen de la desolación. Galeno recoge la descripción de aquella mortal enfermedad en su “Methodus medendi”, pero eso será historia de la tercera parte de este texto. Más de dos milenios después la historia se repite, si respiramos esos «vapores» nos infectamos y los muertos se cuentan por cientos, por miles en las distintas Romas dispersas alrededor del mundo, capitales de imperios que se ven vencidos por un ente al que no pueden ver.
Fuente del mapa: De redrawn by Lencer – redrawn from: Mesopotamia XL (2005), p. 169, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=2714104
Enlace a la I parte: https://carlosorellanaayala.com/2020/11/12/epidemia-debacle-en-el-imperio-i/

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