
Hay escuelas que tienen exámenes de admisión complicados, eso sumado a los requisitos casi perfectos que suelen requerir a sus candidatos. Sus resultados, como institución educativa, son buenos y se les llama de distintas formas que buscan resaltar su alto nivel académico.
Sus exámenes de ingreso son filtros muy precisos que seleccionan a los educandos que quieren dentro de sus instalaciones, tienen perfiles de admisión muy estrictos que no permiten que se «cuele» alguien que no «de la talla» que se espera en la institución.
Cuando alguien logra pasar esos exámenes, pero luego no logra alcanzar los estándares esperados, se inicia todo un proceso de presión, exigencias, tutorías, etc. con el objeto de nivelarle a lo esperado, si no lo logra entonces se le invita, cordialmente, a retirarse a una institución más «apropiada».
Nadie puede bajar el promedio, eso es dañino para el prestigio institucional.
No es fácil trabajar en esas escuelas, pero es más fácil que trabajar en una escuela de verdad, esas que hacen frente a cualquier reto educativo que se presente. El estudiante bueno o muy bueno, con nivel de rendimiento alto, es bueno en donde esté. Es fácil educar con ese tipo de población.
Una buena escuela es la que hace salir adelante a los estudiantes buenos y a los que no son buenos, a los que no tienen dificultades y a los que tienen dificultades. El verdadero educador no es el seleccionador de sus pupilios bajo altos estándares, es el que hace que sus pupilos alcancen la mejor versión de sí mismos e incluso más que eso.
Veamos una historia.
Thomas nació en West Orange, Nueva Jersey, en 1847. Hijo de Samuel y de Nancy. A los ocho años ingresó a la escuela, una edad razonable para iniciar la escolarización en primaria en la época actual. Después de tres meses escolarizado, la situación se tornó muy crítica y recibió varios calificativos negativos por parte de su profesor, en general era considerado incapaz, al parecer los calificativos que utilizó el docente fueron «estéril e improductivo».
La historia de que volvió a casa con una carta que decía algo y que la madre le dijo otra cosa, parece no ser real. Pero esa anécdota si resalta a alguien determinante en la educación de Thomas: su madre.
No se sabe la reacción exacta de Nancy ante aquella noticia, sin embargo emprendió, por su cuenta, la educación del pequeño Thomas.
Le llevó un año aprender a leer. Su padre estableció un premio de diez centavos por cada libro que el pequeño concluía exitosamente.
Un tiempo después, Thomas comenzó a vender periódicos y otras cosas en el tren. Subía al transporte y aprovechaba una de sus largas paradas para bajar a la biblioteca de la Asociación de Jóvenes y devoraba libros. El «estéril e improductivo» ex-estudiante comenzó a acumular una cultura general mucho más amplia que cualquiera de su edad.
En 1868, a los 21 años, patentó su primer invento, una máquina contadora de votos. Entonces explotó el genio creativo. Inventó el telégrafo cuádruple, la bombilla incandescente, el micrófono de carbón, baterías de niquel-hierro y un vehículo que la utilizaba, el quinetoscopio (precursora de los proyectores de películas), el fonógrafo, el mimeógrafo, el dictáfono, ideo sistemas de distribución de electricidad y muchas cosas más, en total registró MIL OCHENTA Y CUATRO PATENTES DE INVENTOS.
La pregunta final: ¿cuántos Thomas Alva Edison habrán sido rechazados o retirados de las escuelas por improductivos e incapaces?
Otro de esos poco exitosos estudiantes dijo una expresión que ahora parafraseo, porque no la recuerdo literalmente: «cuando veáis a un chico dando la lata, no le despreciéis porque no sabéis lo que llegará a ser» Esa era una frase que hablaba de él, el resumen de su historia. El autor de la frase fue también un mal estudiante, que dio dolores de cabeza a sus profesores y al final ganó el Premio Nobel de Fisiología-Medicina y su nombre, Santiago Ramón y Cajal.
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